
Publicado por Manolo Bonillla
febrero 10, 2023

Conversamos con seis de los Macheteros, ese emblemático grupo del Club que, entre hoyo y hoyo, va alimentando una amistad que atraviesa generaciones.
En 1953, nació la Comisión Nacional de Golf como la autoridad que regiría un deporte que, según consenso, habría llegado al país a inicios del siglo XX junto con un grupo de trabajadores británicos de la Pacific Steam Navigation. Cuatro años después, se funda el Country Club de Villa, cuyo
mayor activo entonces era su extenso campo de golf. Desde entonces, el deporte creció y aparecieron más canchas en la ciudad. Hoy, cerca de doscientos golfistas, entusiastas, amateur y profesionales, comparten no solo el deporte que los apasiona, sino que, además, coinciden en la sede del Club como asociados. Y de ese universo de deportistas, existe un grupo, acaso el más organizado, que mantiene la tradición que supone jugar el golf de manera recreativa: la camaradería y la amistad. Se llaman Macheteros y la razón es muy simple: cada hoyo es un match. En
una jornada, ellos pueden jugar más de un match. No es una cofradía ni una asociación secreta: son setenta asociados que mantienen encuentros deportivos, lazos de amistad y un grupo de WhatsApp.
¿Qué los motiva a seguir jugando? ¿Cómo empezaron?
Una tarde, en el Club, una representación de los Macheteros se juntó a charlar y la revista REFUGIO estuvo ahí. Porque en todo grupo, hay trayectorias distintas e intereses comunes. Por ejemplo, Alejandro Garland lleva casi 22 años jugando golf. La familia de su entonces esposa también lo practicaba: su papá, su tío, su hermano. No fue un requisito, claro, pero Garland decidió que él también jugaría. En cambio, Mario Giacchetti recién empezó en 2017, aunque es socio hace quince años. Practicaba tenis y natación, pero veía el golf, de reojo, en la cancha contigua. “A mis 48 años, me tardó tiempo, pero aprendí. Hace cuatro años, me invitaron a un machete y desde entonces estoy con ellos”, recuerda Giacchetti. En los Macheteros, pueden coincidir un golfista amateur de 78 años junto a otro, de 36. Si tuviéramos que colocar un promedio, la edad media bordea los 55 años. Y es un umbral necesario, pues recién a esa edad, después de afiliarse, los deportistas pueden viajar como miembros de la Asociación de Golfistas Senior del Perú.
En todo grupo también existe una memoria fundacional, esa mente capaz de recordar nombres, fechas y eventos. En los Macheteros, esa persona se llama Jaime Gavaldoni. A los trece años ya jugaba en Los Inkas Golf Club porque su padre era socio. En aquella época, los directores contrataron a un profesor argentino, Eugenio Dunezat, que formó a los chicos de toda una generación. Lo que empezó como una afición temprana fue interrumpida por la adultez. Los años pasaron y tuvo que mudarse con su familia a Ica y, tiempo después, a Estados Unidos. A su regreso al Perú, luego de una larga temporada fuera, se casó y formó su propia familia. “Hasta entonces no había vuelto a sostener un palo de golf”, cuenta Gavaldoni. Recién a los 44 años, un amigo lo invitó al Country Club de Villa, le presentaron a Cornelio Heredia (el profesor que le
enseñaría después a Juan Miguel Cayo y a David Duharte —ese tipo de conexiones son frecuentes entre los Macheteros—), quien le prestó un fierro corto, y se reencontró con el deporte de su adolescencia. Ya no estaba dispuesto a dejarlo de vuelta, así que hizo las gestiones para trasladar su empresa desde Surquillo hasta Chorrillos, para mudarse cerca del Club y para que su hijo también fuera aceptado en un colegio
cerca. Hoy tiene 76 años y fue el responsable de darle una segunda vida al grupo Macheteros. “Hace once años, cuando entré, éramos ocho y ahora somos setenta inscritos”, dice, orgulloso. Incluso fue el director E que organizaba todo para que los encuentros y las largas jornadas de golf sigan sucediendo. El resto de miembros del grupo lo reconoce y agradece.
Mencionamos las conexiones y aquí hay otra. En 2007, David Duharte fue invitado por un amigo llamado Gonzalo, a jugar golf con palos prestados de la mamá de este último. El mismo Gonzalo, con los mismos palos, también empezó a jugar con Juan Miguel Cayo. Los tres hijos y la esposa de Cayo también juegan golf. De hecho, es árbitro de la federación y su hijo mayor es profesor en Europa. “Ser padre con hijos golfistas es genial. Esas cinco horas que pasas con ellos, totalmente desconectados del resto, aprendiendo, conversando, no tiene comparación”, dice Cayo. Antes de jugar sus primeros hoyos, veía partidos internacionales por televisión. Su inicio en el deporte tuvo más de curiosidad: en 1998, se anotó a una clase con otro amigo. Después de cuatro meses, ya estaba seguro de que invertiría tiempo, recursos y dejaría de llamarlo pasatiempo. El golf demanda una curva de aprendizaje que puede alcanzarse en tres meses, pero a otros les puede tardar un par de años. Bobby Jones, un legendario golfista de Estados Unidos, decía lo siguiente: “El golf es un juego que se practica en un campo de cinco pulgadas y media: la distancia entre tus orejas”. Juan Miguel Cayo ha recitado la frase de memoria y el resto de sus amigos macheteros asiente. Se trata de un deporte individual que requiere concentración y autocontrol, pero también es la única disciplina en la que puedes conversar. El golf permite eso. “Puedes pasarte cinco horas, jugando y conversando con otros cuatro jugadores. En el Machetero, sorteamos los grupos y todas las semanas te toca gente distinta”, dice Gavaldoni. “Cada día, cada cancha y cada hoyo es diferente”, añade Garland. “Haces collera después del partido”, apunta Antonio Castro. Es cierto, luego de los encuentros, la camaradería los conduce al Hoyo 19, como llaman al bar del club, para seguir compartiendo
tiempo, risas, anécdotas y amistad.
Fotografía: Sanyin Wu
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