FITO ESPINOSA
Un artista integral
Quizás lo más difícil para un artista visual es lograr que sus piezas sean reconocibles a primera vista. Es decir, que su estilo sea inconfundible. Eso pasa con las obras de Fito Espinosa. Los personajes que habitan su imaginación han poblado no solo las galerías de la ciudad, sino también botellas de pisco, murales, refrigeradoras, libros de cuentos y hasta el vagón de un tren de lujo. Luego de casi treinta años de trabajo, el pintor nos recibió en su taller, entre cuadros por terminar y guitarras eléctricas, para hablar (una vez más) acerca de la aventura de ser un artista peruano en el Perú.
Hay un cuadro que podría pasar desapercibido para un visitante desatento. En uno de los ambientes del taller de Fito Espinosa en Miraflores, se han instalado oficinas para gestionar lo que se publica en las redes sociales del artista. En la primera planta, hay varias salas que reúnen sus trabajos: cuadros de formato medio, jarrones, macetas, vajillas y esculturas. En cualquier dirección y cubriendo casi todas las paredes, uno se topa con esos seres particulares que habitan la imaginación de Fito. “Surrealismo pop fue la etiqueta que me pusieron al inicio”, recuerda el artista una tarde en el espacio donde pinta los cuadros y también toca guitarra para distraerse. Pero, en una de las oficinas del segundo nivel, hay una pieza que escapa a cualquier taxonomía reciente: no se encuentran en ella los ojos saltones que caracterizan a las otras pinturas.
Se trata, más bien, de la silueta fantasmal de una mujer que esconde el rostro como si estuviera quitándose la modorra al despertar. En la obra, se perciben elementos que remiten al reino de los sueños. Lo que más llama la atención es su textura, semejante a la de una almohada o una cabecera acolchada.
Sí, hubo un tiempo en el cual Fito Espinosa todavía no se encontraba con las criaturas de Fito Espinosa y sus trazos eran, más bien, irregulares, temblorosos. Para un artista que ha intervenido el lobby de un edificio vanguardista, refrigeradoras de última generación, mochilas de edición limitada, zapatillas deportivas, botellas de pisco premiadas y hasta el vagón de un tren de lujo que conduce hasta el ingreso de Machu Picchu, esa pieza insólita es el vestigio de una Edad de Piedra. Como hablar de un tiempo que ya no está más.
Cuando empecé a desaprender lo que había aprendido, todo se alineó en mi propia obra”
En 2015, tuviste una exposición en la que repasaste veinte años de trayectoria como artista. ¿Cómo llegaste hasta ese momento?
De chibolo, no tuve mucha relación con el arte. No lo entendía y pensaba que ser artista era ser cantante de rock. Pero sí hacía cosas: armaba, desarmaba, cortaba, pegaba. Pensé que iba a ser ingeniero. Recién a los catorce años, empecé a dibujar. Trabajé para pagarme la universidad dibujando viñetas para un suplemento de El Peruano. Quería hacer cuentos, pero estudié Diseño Gráfico y me topé con una primera barrera: no había manera de encontrar un estilo propio. Era un mercenario del diseño e iba a acabar haciendo cosas que me aburrían tremendamente. Entonces me sentí obligado a estudiar Pintura para escapar de esa situación. Me di cuenta también de que, para poder expresar algo a través de mis obras, primero debía meterme en mí.
¿Alguna vez te resultó difícil conciliar las convenciones de la práctica artística y lo que querías hacer como creador?
Era inevitable. Egresé como pintor en 1995 y tres años después me gané una beca —la primera edición de Pasaporte para un Artista— para ir a estudiar a París. Tenía 27 años y nunca había salido de Perú. Por fin iba a ver lo que se hacía en las galerías de arte de primer mundo, pero lo que la gran mayoría creaba era arte conceptual. “¿Para qué estudié Pintura?”, me preguntaba. Entonces entré en crisis. Si me reunía con un curador para mostrarle mi portafolio, me decía: “¿Para qué pintas?”. Cuando regresé a Lima, tuve un momento de quiebre: me parecía una tontería tratar de hacer lo que debía hacer cuando lo que quería era algo distinto. Como que me rebelé y empecé a hacer lo que me dio la gana. Comencé a unirme, a ser más yo. Antes solo era el artista que había aprendido a pintar.
Con la música ocurre algo distinto, porque te persigue. No sabes cómo sacarla del cerebro. Cuando cierro el taller y me voy a mi casa, no me persigue la imagen.
Esa transición que mencionas coincide con tu exposición “El Hombre dividido” (2000).
Así es. Llegué de Francia y no sabía qué pintar. Pintaba tridimensionalmente, claroscuro, pero luego dibujaba como ingenuo, como un niño. No sabía cómo engranar. La solución fue esa exposición, en la que comenzaba a pintar oscuro, y luego rascaba la superficie y el lienzo se volvía más primitivo. Aprendí que tenía que desaprender. Recién después de varios años, vi que había una movida que hacía eso: el surrealismo pop. Sus seguidores estaban hartos del arte conceptual porque no se sentían identificados con él. No estaban de acuerdo con haber estudiado Pintura y luego hacer instalaciones.
Aquí en tu taller tienes cuadros en proceso y tocas música. ¿Cómo organizas tu práctica creativa?
Hay tres cuadros en los que estoy trabajando. Es mejor no verlos un rato o no verlos todo el tiempo. Con la música ocurre algo distinto, porque te persigue. No sabes cómo sacarla del cerebro. Sé que esto pasa porque toco guitarra y también compongo, aunque ya estoy muy viejo para tener una banda. Cuando cierro el taller y me voy a mi casa, no me persigue la imagen.
Al día siguiente, puedo llegar y decir, por ejemplo: “Esto está muy claro; es todo muy frío”. En cambio, con las canciones no te das cuenta de los errores, porque ya se te pegaron.
¿Sientes que aún estás limitado por lo que el público espera de ti o, más bien, vives una libertad creativa plena?
Ahora sí superé totalmente esa limitación creativa, pero fue compleja la transición desde ser un artista egresado y quería ser reconocido como un pintor que expone.
Con mi esposa María Paz (Mujica) queríamos hacer una colección de cerámicas útiles. Hasta decidimos ponerle un nombre: “Te llevo en mi universo”. Abajo de los productos, pequeñito, decía: “Diseñado por Fito Espinosa” y la gente se quejaba: “¿Es de Fito o no es de Fito?”. El intento consistía en que estos artículos no tuvieran mi nombre, pero no funcionó del todo en el mercado.
¿Qué piensas de las tendencias artísticas actuales y de las nuevas tecnologías de inteligencia artificial que permiten construir imágenes en segundos?
Ya no es novedad, para mí, la disrupción. Desde los sesenta, ya se han hecho cosas como poner cuadros en blanco en una galería o un urinario de cabeza. ¿Qué más disrupción puede haber? En su momento, funcionó como un acto subversivo, pero el plátano sostenido con el masking tape ya no me dice nada. Y, sobre los motores de inteligencia artificial, siento que se van a convertir en una herramienta más porque ya ha pasado un montón de veces. Cuando llegó la música electrónica, los músicos empezaron a pelear anunciando el fin de cierto tipo de música. Luego, con el auto tune, dijeron que no sirve para cantar. Yo, más bien, pienso que la mezcla es lo más chévere.